Unión por el Mediterráneo: y la nave va...
Acabo de llegar de Túnez, donde he representado al PSOE en el Congreso del Partido del gobierno. El Mediterráneo -por sus oportunidades y desafíos, empezando por los relacionados con las imprescindibles e ineludibles promoción de la democracia, la defensa de los derechos humanos y la erradicación de la pobreza- es y debe seguir siendo una prioridad de la Unión Europea. Así lo explico en el artículo que publico en el número de la revista Temas de los meses de agosto y septiembre, que acaba de llegar a los quioscos. Este es el artículo:
UNIÓN POR EL MEDITERRÁNEO: Y LA NAVE VA...
Así que este enfermo con una mala salud de hierro que es la Unión Europea ha sido una vez más capaz de dar a luz un nuevo proyecto de futuro. ¡Quién lo diría a la vista de que una y otra vez, casi sin solución de continuidad, tropezamos en la misma piedra constitucional y seguimos siendo incapaces de dotarnos de los instrumentos necesarios para ser una UE más democrática y eficaz!
Pero la verdad es que unas pocas semanas después del NO irlandés al Tratado de Lisboa -víctima, como la Constitución a la que tanto se parece, de la unanimidad que ha convertido el proceso de ratificación de las normas fundamentales de la Unión en una auténtica ruleta rusa: ¡hace falta ya un referéndum europeo!-, la UE ha sabido dar un paso claramente positivo en el reforzamiento de, en la opinión de muchos, su mejor logro en el ámbito de la política exterior desde que esta existe: la asociación euromediterránea.
El Proceso de Barcelona comenzó en 1995 como una apuesta compartida que pretendía influir en las tendencias presentes en el Mediterráneo para modificarlas en un sentido exactamente opuesto al que habían seguido en la historia contemporánea.
Se veía la oportunidad de hacerlo por, al menos, cuatro razones: la UE contaba con una política exterior y de seguridad común en pleno desarrollo; tenía además un liderazgo político claro y proactivo, en el que jugaba un papel decisivo un Felipe González que, en tanto que Presidente del Gobierno de España, encabezaba semestralmente la UE; el principal conflicto de la región, esto es, el del Próximo Oriente, todavía vivía el impulso de los Acuerdos de Oslo; la sinergia económica entre los países europeos y mediterráneos del Sur (PMS), de establecerse correctamente, reportaría claros beneficios para ambos conjuntos, cuando ya se vislumbraban con claridad los rasgos de la globalización.
En ese marco se convocó la Cumbre de Barcelona de noviembre de 1995, que arrojó un resultado espectacular: el inicio de un Proceso (que llevaría el nombre de esa ciudad) en el que se pretendían conjuntar tanto los mimbres bilaterales como multilaterales para tejer en tres canastos pasos decididos en los político, lo económico y lo cultural.
De la Declaración de Barcelona surgen principios que en la actualidad siguen siendo plenamente válidos (entre otras cosas porque ya avanzan las ideas del multilateralismo activo que años más tarde han contrastado con nitidez el unilateralismo de la Administración Bush hijo, cuyo padre gobernaba cuando se inició el Proceso de Barcelona con una perspectiva claramente diferente a la de su vástago), pero, ante todo, realidades: una, la firma consecutiva de Acuerdos de Asociación entre la UE y cada uno de los PMS; dos, generación de proyectos de carácter regional.
Los Acuerdos de Asociación firmados a lo largo de una década establecen obligaciones compartidas entre los firmantes y abren canales de cooperación económica sustancial entre ellos. Por su parte, los proyectos regionales - verdaderamente numerosos y exitosos- tratan de implicar a muchos países europeos y PMS al mismo tiempo en cuestiones compartidas por todos, buscando, entre otros efectos, generar una cooperación Sur-Sur inexistente en 1995 y hoy, lamentablemente, también.
Todo ello conduciendo, en el horizonte, al establecimiento de una Zona de Libre Cambio en 2010 orientada a promover el desarrollo sostenible en la región a través, entre otros instrumentos, del comercio.
Diez años después de su lanzamiento, correspondió a una nueva Cumbre -de nuevo en Barcelona- hacer balance de lo conseguido y de lo que estaba pendiente. Desgraciadamente, como suele ocurrir en asuntos europeos, demasiadas voces se quedaron en la foto: que si no habían acudido los jefes de estado de los PMS, que si no se habían alcanzado acuerdos sobresalientes, que si esto y que si lo otro. Todo ello para concluir que el Proceso de Barcelona había fracasado. ¡Olé!
Tengo la suerte de ser el único eurodiputado que ha asistido a las dos Cumbres -la de 1995 y la de 2005- formando parte de la Delegación del Parlamento Europeo. Con esa autoridad he de decir que, desde mi punto de vista, el Proceso de Barcelona ha sido, al contrario de lo que muchas veces se afirma, un éxito, si se mide lo alcanzado por lo que eran sus verdaderos objetivos.
¿Alguien piensa de verdad que en trece años es posible dar la vuelta a situaciones políticas y económicas que se derivan de la herencia de siglos? ¿Quién seriamente puede demandar al Proceso de Barcelona acabar con el subdesarrollo del Sur y convertir a los PMS en países con una renta nacional y una cohesión social europea? ¿Pero sinceramente se puede imaginar que Barcelona podía resolver el conflicto palestino-israelí? ¿U obligar de la noche a la mañana a los dirigentes de los PMS a establecer una cooperación Sur-Sur que no habían sido capaces de estructurar después de décadas de independencia o apostar por la configuración de auténticos estados de derecho? ¡Por Dios, volvamos a la realidad!
El Proceso de Barcelona, repito, pretendía influir positivamente en las tendencias de fondo presentes en el Mediterráneo. ¿Cómo? Introduciendo alicientes. Sí: alicientes para fomentar la democracia y los derechos humanos, levantar barreras aduaneras y comerciales, promover el crecimiento y el empleo, mejorar la educación, garantizar la igualdad entre géneros, modular los flujos migratorios u ocuparse del medio ambiente y de la contaminación, entre otros muchos temas.
Para ello se imaginaron los Acuerdos de Asociación y los Programas Euromed y se han invertido -que no gastado- miles de millones de euros de los contribuyentes europeos.
A la vista está, repasando las iniciativas en marcha, que hoy mucha gente vive mejor en el Sur del Mediterráneo que si no hubiera existido el Proceso de Barcelona, que entre la UE y los PMS hay una relación estratégica consolidada en la que participan los 27 países comunitarios (sean o no ribereños), que la Zona de Libre Cambio está a la vuelta de la esquina y que la democracia y los derechos humanos han avanzado, poco, pero han avanzado en el conjunto de la región.
Dicho todo esto, es indudable que el Proceso de Barcelona necesitaba un impulso, un empuje sensible, una apuesta renovada por sus objetivos para ser más fuerte y eficaz al servicio de la ciudadanía de la región.
Eso es lo que se ha hecho en la Cumbre de París del 13 de julio y no lo que el Presidente Nicolás Sarkozy proponía cuando avanzó la idea de la Unión Euromediterránea, que se basaba en dos premisas: una, el Proceso de Barcelona ha fracasado y hay que sustituirlo por otro marco; dos, en ese nuevo marco solo han de participar los países de la UE ribereños porque los otros son un engorro.
A una idea tan desenfocada se dijo no desde muchas instancias (Alemania, Italia y España entre los países de la UE; la Comisión y el Parlamento Europeo desde las instituciones comunitarias; los sindicatos o las ONG desde la sociedad civil) que consideraban que lo lógico no era poner fin a un Proceso en marcha como el de Barcelona, sino reforzarlo y mejorarlo en todo lo necesario.
Finalmente, 43 países se han puesto de acuerdo en activar el "Proceso de Barcelona: Unión por el Mediterráneo".
Lo decidido reafirma todos los principios de Barcelona y preserva todo su acervo, es decir, sigue en funcionamiento cuanto está activo y -no lo olvidemos- financiado por la UE con cerca de 7.000 millones de nuestros euros para el período 2007-2013. ¿Cuáles son entonces las novedades de esa Unión por el Mediterráneo (UPM)? Las siguientes:
- se establece un marco institucional inexistente en el Proceso de Barcelona de manera tan formal: Co-presidencia Norte-Sur bianual, reuniones anuales de los ministros de asuntos exteriores, Comité de Altos funcionarios y Secretariado (que esperemos vaya a Barcelona como sede del mismo);
- tal estructura permitirá de cumplirse las expectativas dos cosas esenciales: fortalecer la dirección política -hoy débil y casi invisible- y la cogestión Norte-Sur de los proyectos:
- poner sobre la mesa proyectos que hoy por hoy el Proceso de Barcelona no contiene o contempla parcial o insuficientemente dados los desafíos existentes: descontaminación del Mediterráneo, autopistas marítimas o terrestres (¿para cuándo la del Magreb?), protección civil, energía solar, enseñanza superior e investigación -incluyendo una universidad euro-mediterránea- y el apoyo a las PYME de la región.
Uniendo a todo ello algo que me parece esencial en la estructura política de la UPM: el reconocimiento de que la Asamblea Parlamentaria Euromediterránea (APEM) será su expresión parlamentaria, apostándose sin reservas -se dice literalmente en la Declaración de París- por su fortalecimiento.
¿Estamos, pues, ante un Barcelona plus? Puede. ¿Hemos asistido a la muerte del Proceso de Barcelona? Todo lo contrario. ¿Cómo se entenderán las cosas que están en marcha y las que van a nacer? Veremos con la prueba de la práctica, pero no está asegurado, sino más bien lo contrario, que sea de forma contradictoria. ¿Quién financiará los nuevos proyectos? No el presupuesto de la UE -no podemos seguir pagando todo- sino un conjunto de fuentes entre las que deberá jugar un papel primordial la iniciativa privada.
Sarkozy ha conseguido un éxito político y diplomático, por supuesto. Merkel, Zapatero y la Comisión y el Parlamento Europeo también se han salido con la suya, introduciendo racionalidad y método comunitario en la UPM, desde luego.
Pero quien ha ganado, sobre todo, ha sido el Mediterráneo que empezó en Barcelona hace trece años y sigue navegando. De hecho, ¿cómo sería la región si ese barco? ¡Claro: mucho peor!
Carlos Carnero,
Eurodiputado, Portavoz socialista en la APEM y Vicepresidente de su Comisión de Cultura
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