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De Turquía, Bruselas y la Democracia
07 de junio de 2013
Carlos Carnero
De viaje en el Magreb, el Primer Ministro de Turquía habrá sido el primer sorprendido al comprobar que por las calles de Estambul se repetía cada vez más fuerte el “Erdogan istifa!” (¡Erdogan dimisión!) de estos últimos días. Qué lejanas le habrán parecido las jornadas del “Erdogan babacan!”, cuando una mayoría social le reclamaba al frente de los destinos de Turquía como alternativa a lo que muchos ciudadanos consideraban con razón una insoportable losa de ejecutivos inestables, incapaces de atajar los problemas económicos y sociales del país, empezando por la corrupción.
Y, sin embargo, la realidad ha sorprendido al líder del islamismo moderado turco cuando la unanimidad de los medios de comunicación internacionales no hacía más que señalar el milagro del crecimiento económico experimentado por el país, la posibilidad abierta de acabar con el conflicto armado en el Kurdistán y, desde el comienzo de la Primavera Árabe, la ejemplaridad del modelo del AKP para los países de mayoría musulmana que accedían a la democracia pero no querían o no debían apostar por el confesionalismo más o menos radical propugnado por los extremistas en otros lugares del mundo islámico.
Por su parte, criticada como es tantas veces –en unas ocasiones justamente, en otras no tanto-, la Comisión Europea se habrá visto reconfortada al comprobar que la dureza de su último Informe de Etapa sobre los avances de Turquía encaminados a cumplir con los imprescindibles criterios de Copenhague para pasar de candidato a miembro de la UE, no era excesiva. Porque, se quiera ver o no, en ese gran país se siguen violando principios democráticos y derechos fundamentales. Es verdad que no como ocurría hace casi veinte años (cuando el que escribe estas líneas ejercía como ponente del Parlamento Europeo sobre la Unión Aduanera con Ankara y por eso mismo propugnó un NO al que la Cámara hizo caso omiso mayoritariamente), desde luego, pero todavía con una gravedad, una frecuencia y una cantidad apreciables e inaceptables.
Empezando por la libertad de expresión. Hoy, como entonces, decenas de periodistas son encarcelados por ejercer su derecho a informar y a opinar porque no se han suprimido o modificado suficientemente las leyes que permiten hacerlo, empezando por el contenido del famoso Artículo 8 legado por la última dictadura militar.
Fijémonos bien en esto: buena parte de los manifestantes que hoy piden la salida de Erdogan lo hacen porque consideran que está adoptando decisiones guiadas por su angosta concepción de la libertad individual a la luz de sus creencias religiosas, temerosos de que la laicidad del estado esté en peligro y con ella las conquistas alcanzadas por las mujeres o, en general, por cualquier ciudadano que desee llevar una vida cotidiana libre de las ataduras morales impuestas desde una religión. O sea, que quiera vivir tan libre como en cualquier otro país de la UE.
Pero junto a ello persisten deficiencias democráticas que no vienen de las convicciones religiosas de Erdogan y sus compañeros de ejecutivo y de partido, sino que fueron legadas por quienes han pretendido erigirse en los salvadores de la libertad laica habiendo conculcado antes todas las libertades: las Fuerzas Armadas y buena parte de la judicatura, que durante años se ha dedicado a disolver partidos como quien sale a cenar, empezando por los de formación kurda y terminando incluso por quienes hoy gobiernan Turquía.
No sabemos ni la duración en el tiempo ni el ritmo de extensión o reducción de las actuales protestas ni sus consecuencias políticas, si las hay. Pero lo que sí conocemos ahora, una vez más, es que casi nunca es oro lo que reluce, aunque haya sido llevado a los altares por académicos, comentaristas y políticos deseosos de encontrar en Erdogan la piedra filosofal capaz de unir islamismo y democracia.
Sin embargo, todo apunta a que la UE no se ha equivocado tanto al tratar con Turquía: declarado país candidato, Bruselas no tiene más remedio que continuar insistiendo en que Ankara debe dar todavía muchos pasos para ser una democracia plena, sin zonas de sombra. Ese es el marco en el que han de desarrollarse las negociaciones para una adhesión que es un medio y un fin en sí mismo, porque, una vez dentro, Turquía y la Unión se beneficiarán mutuamente o, mejor dicho, llevarán haciéndolo a lo largo de un camino en el que los turcos conseguirán ser más libres a cada presión ejercida por las instituciones comunitarias.
Si yo estuviera entre los manifestantes de estos días, miraría a la UE con simpatía. ¿Fatiga turca respecto a la Unión? No lo creo. Aunque, lógicamente, sí la habrá con quien prometió, se comprometió y hoy no quiere cumplir: las derechas alemana y francesa pueden sentirse directamente aludidas. La Comisión y el Parlamento Europeo, aunque algunos no lo crean, son otra cosa y representan el verdadero interés comunitario.